martes, octubre 14, 2008

a6_j43: Confesiones (2: soñar)


El caballo de la estrellas lleva un cinto dorado, es que debe brillar de noche cuando el sol se duerme y la luna lo hiela. Existen aves carroñeras que gustan comer de la cola y de las orejas del caballo con alas, que brilla más por dorado que por soñador; el caballo relincha y vomita fuego; abajo los bosques chamuscan las chozas y a los niños; las mujeres salvan a los que alcanzan, los esconden bajo de sus polleras, se alimentan de la teta mientras pueden, mientras quede agua y un poco de grano. Los hombres se esconden del fuego, son arrancadores del dolor, no sirven para la guerra; nunca miran a los ojos cuando disparan. La luna hiela y la noche es larga, las aves carroñeras mueran al alba, es el espanto lo que las hiere. Cuando el sol brilla, el caballo de las estrellas se regenera; los niños van a la escuela; algunos hombres trabajan, otros se emborrachan en burdeles o juegan ajedrez debajo de las rocas; las mujeres lavan sus cuerpos, también cocinan, se engalanan y bailan debajo de las mesas. Hay una vieja que escribe historias y un viejo que las canta, ambos mueren cada tarde, al mismo tiempo que el sol se esconde y el caballo de las estrellas vuelve a volar.



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a6_j43: Confesiones (1: Matar)

No pensé que fuera tan fácil matar a un cristiano. Entré al ascensor; ese día andaba más cabizbajo que de costumbre, una sombra circundaba mi frente; cuando la puerta se cerraba entro él, era un hombre gordo, de baja estatura, tez morena, gran bigote, ojos café, pelo negro, grueso, ensortijado en las patillas, vestía jeans y chaqueta de algodón, llevaba un maletín negro, en la otra mano sujetaba un periódico; me miró de reojo, me pareció que se molestaba con mi presencia; enojado le pregunté si tenía algún problema; me respondió que no, que no le pasaba nada; el hombre gordo bajó la cabeza, luego me preguntó por qué lo miraba, si le debía plata; me pareció ofensivo, grosero; lo sentí hediondo, lo vi grasiento; metí la mano a mi pantalón, saqué mi cuchillo y me abalance sobre su cuello, una, dos, tres, cuatro veces sobre su cuello; la sangre manaba a chorros, parecía un cordero; se desplomó, patié su cabeza, pisotié sus manos, sentí crujir sus dedos; el ascensor llegó al piso 15; la puerta se abrió; salí, lo arrastre por el pelo; el hombre gordo gemía, mucha sangre quedaba sobre el piso, era un río de sangre; su cuerpo se sentía cada vez más pesado, dejo de gemir; lo levanté a duras penas, lo puse sobre la baranda de la azotea con su cuerpo inclinado hacía el vacío; un tenue hilo de sangre brotaba de su cuello, el viento lo movía, era un hilo rojo que escribía sobre el aire; levanté sus pies; lo dejé caer; no miré donde cayó, no me importaba; me senté en el suelo; prendí un cigarro; limpié mis manos ensangrentadas en mis pantalones; me devolví al ascensor; bajé al primer piso; salí del ascensor como un asesino invisible; nadie me vio; todo el mundo estaba en la calle; mucha gente alrededor de un hombre que cayó desde la azotea; pasé por su lado, le lancé un escupitajo y me fui de ahí.



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