
Habíamos nacido perfectos, tú y yo, los inconclusos. Pero el tiempo no resistió tanta belleza y de un rayo nos hizo polvo, de estrellas y de olvido. Desde ese día muevo los hilos tratando de liberarme de la carne que encadena. Desde ese día me encumbro y caigo, como un Icaro invisible aleteando monótono en un éter ingrávido, como una llorona cibernética jineteando sin cabeza en un sendero de lagrimas de sangre. Desde ese día espero.