La mediocridad limita siempre con
el hastío, traspasado el limite sobreviene lo fantástico; así fue lo que
ocurrió el día de hoy. Muy despierta soñé con el día de mi muerte, como si
fuera un juego autista, no había emoción ni juicio; solo observé, primero, contándolas
una a una, la infinidad de estrellas que cubrían el manto de mi última noche,
luego los rostros de mi vida, todos, uno a uno, rasgo a rasgo, mirada a mirada;
luego recordé, los besos y las caricias, esa bendita cercanía que nos da cobijo
y nos ata a los otros y a las otras, que habría sido de mi sin ellos y ellas;
lentamente fui sintiendo mi pasar por la intersección de la infinitud de
espacios que configuran nuestra percepción de lo temporal, cada espacio o cada
instante se hacía más denso y profundo; las palabras al aire que el Viejo
Espertento fulguraba se me hacían polifonía universal, aves y poetas se hacían
carne, verso y canción; mi amado Cerdo esculpía con su historia la mía entera,
su nimiedad era el más complejo de los laberintos, la más profunda y onírica
traducción del sentido de vivir; mamá y mis pequeños hermanos monstruos seguían
incólumes al cruce de todos los trenes, su lucha contra la infamia ya no tenía
sentido, eran de pura luz a pesar de la oscuridad de mi santo padre; y él, dulce
y taciturno, esculpiendo el epilogo de nuestras no vidas, el sentido del
sufrimiento venía registrado en su memoria genética, por más que se esforzará no
conocería nunca el placer de la risa y mucho menos podría desenvolver su piel a
la luz de una caricia. Me desperté de este no sueño con horror y ansia, la
muerte de los vivos es el terror a la vida misma. No quiero que lo sepan. Aquí
queda, para quien otee mis viajes al futuro de mi recuerdo.
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