Debajo de las pesadas herrumbres
que cubrían mis manos, mis brazos, mi cuello, mis piernas y mi vida, vivía yo,
un hombre simple como todos, no había odio ni enemigos, era la sangre impuesta
la que me nublaba, eran las guerras de otros las que me obligaban. Una vez más
la existencia me acorralaba; otra vez solo en el borde del abismo, otra vez
junto al último de mis suspiros, luchando por liberarme del velo de la razón
pura; otra vez estiraba mis ojos hacía el libro, dádiva nigromante de quizás
que rara herencia "La espada habita solitaria en el corazón de los
guerreros, para el hierro la vida no existe, la muerte menos". La
conjunción de letras en aleatorios ordenes era el antídoto al veneno del alma,
una vez más había huido, pero hasta cuando ¿Donde me esperará la parca? Los
desiertos y las selvas ya no guardan secretos, tampoco las montañas ni los
mares. La guerra abre todos tus ojos, expande todas tus pieles, ahonda todas
tus papilas, rompe todos los silencios, te hace imperecedero, un invisible, un
abandonado; es la forma correcta en que la naturaleza te forma en asesino, si
no, no podrías, un animal enfermo solo sirve de carroña, para matar hay que
estar vivo y para morir también. Extraños soliloquios que solo sirven para
marcar el paso, un tambor interno que no cesa, que oculta el zumbido del llanto
y los aullidos del dolor. Abrí los ojos, me sentí libre nuevamente, me levante
y seguí la huella; a mi lado los otros, uno o dos o miles, no importaba, somos
el engranaje de una maquina de matar, la sangre no cesa, el viento dibuja
aromas de carne quemada, uñas, pelos, ropas, las ordenes estaban inscritas en
el centro de mi ser, la opción de ser libre me tortura, la imagen del animal
enfermo y del pico ensangrentando del carroñero me hace olvidar al hombre, a
ese que algunas veces juega al borde de un abismo, ilusoriamente liberador.
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