martes, enero 15, 2013

(KECH-J829) Diario de un Cerdo (Capítulo XXV: Soñé que moría)


La mediocridad limita siempre con el hastío, traspasado el limite sobreviene lo fantástico; así fue lo que ocurrió el día de hoy. Muy despierta soñé con el día de mi muerte, como si fuera un juego autista, no había emoción ni juicio; solo observé, primero, contándolas una a una, la infinidad de estrellas que cubrían el manto de mi última noche, luego los rostros de mi vida, todos, uno a uno, rasgo a rasgo, mirada a mirada; luego recordé, los besos y las caricias, esa bendita cercanía que nos da cobijo y nos ata a los otros y a las otras, que habría sido de mi sin ellos y ellas; lentamente fui sintiendo mi pasar por la intersección de la infinitud de espacios que configuran nuestra percepción de lo temporal, cada espacio o cada instante se hacía más denso y profundo; las palabras al aire que el Viejo Espertento fulguraba se me hacían polifonía universal, aves y poetas se hacían carne, verso y canción; mi amado Cerdo esculpía con su historia la mía entera, su nimiedad era el más complejo de los laberintos, la más profunda y onírica traducción del sentido de vivir; mamá y mis pequeños hermanos monstruos seguían incólumes al cruce de todos los trenes, su lucha contra la infamia ya no tenía sentido, eran de pura luz a pesar de la oscuridad de mi santo padre; y él, dulce y taciturno, esculpiendo el epilogo de nuestras no vidas, el sentido del sufrimiento venía registrado en su memoria genética, por más que se esforzará no conocería nunca el placer de la risa y mucho menos podría desenvolver su piel a la luz de una caricia. Me desperté de este no sueño con horror y ansia, la muerte de los vivos es el terror a la vida misma. No quiero que lo sepan. Aquí queda, para quien otee mis viajes al futuro de mi recuerdo.