lunes, septiembre 03, 2007

A4-J20....Que el cielo perdone estas confesiones….

Era el 21 de febrero de 1944, llevábamos tres días sin comer algo decente, salvo unos mendrugos que podíamos levantar de alguna casa abandonada o algún famélico animal que se nos cruzó en el camino, siempre poco para 25 hombres harapientos y desorientados; la radio anunció en su último estertor que aún cuando las cosas empeoraban en algunos frentes seguíamos liderando el ataque y que pronto tendríamos el control sobre toda Europa, para nosotros eso ya no importaba, vagábamos sin rumbo cierto por una tierra desolada en la mira de lobos hambrientos y en la punta de maldiciones gitanas y cabalísticos sortilegios judíos. Al llegar a lo alto de una de las tantas colinas que subíamos y bajamos sin cesar, oteamos un pequeño caserío, a los ojos de todos parecía una imagen salida de un cuento, un pedazo de nuestra infancia lanzado a nuestro paso como última esperanza, como última redención; era como si por ahí nunca hubiese pasado el horror, como que no se hubieran dado cuenta que esto era una guerra. Desde lo lejos vimos a unos niños que parecían jugar a la escondida, era en el centro del pueblo, una gran plaza de piedra ordenada por un sencillo pero esplendoroso juego de agua; a la izquierda y derecha del villorrio unos verdes sembrados y sanos animales pastando en apacible somnolencia daban a este pueblo una belleza inconcebible en medio de tanta muerte y tanta sangre. Bajamos en orden de ataque, agazapados y silentes con nuestra mente puesta en lo de siempre: entrar, golpear y aniquilar; fuimos ingresando a cada sitio, en todos quedaban restos de vida y risas, era como si todos se hubiesen esfumado al oler nuestro aliento a la distancia; nos sentamos en sus mesas; nos lavamos con su agua; nos apropiamos de sus lugares como si fuesen nuestros; nos quedamos ahí dormidos, durante días, durante meses. Ya nada sabíamos de la guerra, ni siquiera nos interesaba, aún cuando seguíamos siendo soldados, con nuestras jerarquías y nuestros odios, nadie nos podría reconocer por tales ni siquiera nosotros mismos, usábamos ropas de campesinos y vivíamos tal cual, hasta ese día; vimos bajar desde las colinas a un grupo de harapientos soldados venidos de no se donde; mientras ellos bajaban, corrimos hacia el centro de la plaza para hacerles frente, buscamos nuestras armas en un rincón escondido debajo de la fuente, luego nos repartimos por distintos lugares, los sentimos entrar a las que ahora eran nuestras casas, los vimos ponerse nuestras ropas, dormirse en nuestras camas, hacerse de nuestro pueblo y nuestras vidas como la celera muerte en el segundo del fin de tus días, mas el miedo y el espanto nos dejo ahí, mirándonos para siempre por siempre en cada 21 de febrero de 1944.

(Un pequeño cuento en honor a Missak Manouchian, porque la resistencia nunca acaba)

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